letramientos subjetivos

NOTAS INCONCLUSIVAS PARA LECTORES EN TRÁNSITO
Genealogias: un poema épico


por Verónica Pérez















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En 1893, el Emperador Francisco José decreta el traslado de 654 familias en situación de miseria, provenientes de la etnia de húngaros-székelys, de cinco ciudades de la Bucovina, en Rumania, para el Banat Servio, recientemente conquistado para el Imperio. Casi dos mil personas parten en caravanas, para ser reasentadas en las márgenes del Danubio. Erõs Veronika, mi tatarabuela, con sus padres, su marido Erõs Ferenc, y la hija de ambos, Mária, nacida en Andrásfalva en 1884, migran también para el Banat Servio en esos años, y se establecen en Skorenovac.
Genealogías: un poema épico trae lugares, nombres y fechas verídicos. Los personajes y sus almas, sin embargo, fueron dictados puntualmente por la escritura de los sueños, donde nace esta ficción.
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1

La noche en que partieron al exilio

se abrazaban todos bajo la toldería celeste

de la lluvia que les atravesaba

la ropa como lanzas

nadie oía el ulular de las bestias

que masticaban el último rocío

antes del cenit

los niños se prendían sin miedo a la frescura de la noche

jugaban con los lobos y preguntaban

a destiempo la tierra prometida

donde pondrían nombre a las roseras

e inventarían el color del duna al incandescer

erõs veronika no escuchaba ni veía la furia de las aguas

ocupada en amamantar en sueños a la niña muerta

o casi la tocaba de a ratos a mária

hasta que llore

por si viviesen aún

los pequeñísimos huesos desalados

devorados un día por la lluvia a camino de skorenovac

salomon térez se perdía ciega por el acantilado de las rosas

la traían de arrastro canes

de gigantes sombras que ladran en la niebla

oh ferenc de andrásfalva

cómo caminabas sin botas

siguiendo los carros desgobernados

el paso borgo más negro

que el cuero de los látigos

y la muerte rugiendo como un general
Que pasó en el Hotel ayer de noche


por Alan Kolski HOrwitz (narrador y poeta sudafricano)


Yo sólo tomé dos cervezas.
Loco, a veces bebo once,
y después me voy a dormir.
El se llevó mi plato y lo puso
en otra mesa
Yo estaba sucio, loco, con moscas
y huesos y pedazos de grasa.
Me llamó de borracho,
llamó a seis porteros, hombres grandes
hombres de Uludi.
Se vinieron encima mío y me pegaron.
pateando y golpeando con los puños sin parar.
Entonces los policías vinieron, ellos eran dos.
Me llevaron, uno de cada brazo, pero yo no tenía camisa.
Entonces el maldito gran jefe dijo: "consíganle una camisa".
No puede atravesar el lobby desnudo.
Pero la camisa que me trajeron no tenía botones;
mi barriga aleteó para todos los huéspedes;
temblé de frío toda la noche en un tronco.
La camisa de karate del cocinero oliendo
a zanahorias hervidas
salsa y huevos fritos.
Un sargento me pateó.
"Que estás haciendo aqui?"
Maldita mampara. Pero me dejó ir
Puedo volver al hotel
pero no puedo agarrar aquel jefe de mierda.
El trabajo no me importa.
Tengo un lugar.
Va a llover.
No preciso a esas personas.
Denme apenas mi pensión social.

What Happened at the Hotel Last Night

by Alan Kolski Horwitz

I had only two beers.
Sometimes I have eleven, man,
then I go to sleep.
He took my plate and put
it on another table.
It was dirty, man, with flies
and bones and pieces of fat.
He called me a dronkgat,
called seven porters,big men,
men from Ulundi.
They ran in to beat me;
kicked, punched without stopping.
Then the cops came, two of them.
They took me, one at each arm,but I had no shirt.
So the big bladdy boss man said,"Fetch him a shirt.
He can't gothrough the lobby naked.
"But they brought mea shirt with no buttons;
my belly flopped all over the guests.
I shivered the whole night in tronk,
that karate cook's jacket stinking
of boiled carrots,
gravy and fried eggs.
A sergeant kicked me.
"What you doing here?
"Bladdy mampara.
But he let me out.
I can go back to the hotel
but I can't take that bosstard.
I don't care about the job.
I've got a place.
It's going to rain.
I don't need these people.
Just get me my benefits.



Allan Kolski Horwitz es escritor y poeta sudafricano. Ya publicó en diversas revistas literarias y también en varias antologías y colecciones. Recientemente ha completado la colección de Historias Cortas. Es el fundador de Botsotso Publishing & the Botsotso Jesters (grupo de producción poética) y coordenador del Botsotso Publishing, Performance, Art Studio junto con Anna Varney. Es miembro del cuerpo editorial la revista Botsotso. Trabaja de forma alternativa con sindicatos de comercio. Vivió en EEUU, y Medio Oriente, actualmente reside en Johannesburgo.
(La traducción es versión libre de Verónica Pérez)
LLUVIA DE GOLES
por Luis Silva Schultze
Pachicho nació en 1943 en el barrio de Peñarol, al norte de Montevideo. Cuando cumplió los diecisiete años, comenzó a trabajar, a cien metros de su casa, en los talleres ferroviarios instalados por los ingleses, a mediados del siglo diecinueve. Casi a la vez que se escucharon los primeros silbatos de trenes uruguayos, y en esos mismos talleres, partió para la historia el club de futbol con el nombre de la barriada, cuyos colores, amarillo y negro a rayas verticales, copiaban las barreras de los pasos a nivel en las vías. Para Pachicho, esa camiseta de Peñarol, hizo de pañal y de pijama antes de usarla debajo de la túnica escolar, y más tarde sirvió como uniforme laboral martilleando en el techo de algún vagón. Nieto de esclavos y negro como el carbón de las viejas locomotoras, su corazón latía los domingos al repique de unos tamboriles candombeando por la tribuna del estadio, y como un jugador más, ese mismo corazón bajaba al césped a darle una mano a los suyos, corriendo con la pelota pegada al pie para que ella pudiera besar la red contraria. Su madre siempre decía que su hijo más que hincha de Peñarol, era él mismo Peñarol.
En las vacaciones de semana de turismo de 1964, Pachicho fue con algunos amigos a un campamento en el balneario de Piriápolis. El sábado, el día que llegaron, tuvieron que levantar la carpa bajo un fuerte aguacero, que se hizo más intenso con el correr de las horas. Habían llevado una cocinilla de gas para cocinar, pero por la lluvia torrencial, nadie se animaba a ir hasta el almacén para ponerle algo a la olla. Del travesaño horizontal que sostenía la tienda, colgaba una radio portátil japonesa. Los planes de jugar al futbol con una pelota de goma en la playa, y luego ir de noche a bailar con la música de Elvis, se tuvieron que cambiar por cuentos, historias y anécdotas que apenas podían entrar en aquél reducido espacio, muy cálido, pero donde ya aparecían las primeras goteras. Como si todo el grupo hubiera ido a un desierto, ninguno de los muchachos había llevado un paraguas o un impermeable.
El martes, aquella furia de la naturaleza había tomado tales proporciones, que nadie tenía dudas que el fin del mundo iba a ocurrir antes del Viernes Santo. Sin embargo, sorpresivamente, Pachicho preguntó si alguien lo acompañaba a rezarle a San Antonio para que Peñarol, al día siguiente miércoles, tuviera suerte en la final de la Copa de Campeones en Chile contra Independiente de Argentina. La estatua de San Antonio estaba, sin ningún techito de resguardo, en la cumbre del cerro que dominaba el lugar, a cinco kilómetros del campamento. Durante dos minutos hubo un gran silencio y todos miraban y escuchaban al viento lleno de agua. Pero para algo están los amigos, dijo finalmente el flaco Luis, y se levantó para ir a la vez que se ponía una gorra. A diferencia de Pachicho que tenía unas firmes creencias religiosas con aportes de animismos africanos heredados, catolicismos parroquiales en el barrio y espiritismos brasileros importados, Luis era un ateo que no creía que ninguna fuerza sobrenatural podía actuar sobre una pelotita que picara por aquí abajo en la Tierra. Pero conocía también el gran valor que tienen para la vida, la lealtad y la fidelidad en la amistad, tanto en las sequías de un desamor, como en las inundaciones del cielo.
Y allá iban subiendo los dos en busca del santo, más propiamente nadando que caminando. Pachicho, muy concentrado en la metafísica peñarolense, iba ya tratando de establecer las primeras conexiones con el más allá, mientras que Luis se iba preguntando, en la hipótesis de que Dios existiera, como se las arreglaría éste en el caso que algunos argentinos se empaparan igual que ellos por Independiente en algún cerro de su país.
Al fin, casi licuados, llegan al sitio sagrado. Era evidente que la ceremonia no se iba a suspender por lluvia. Pachicho se adelanta, y se arrodilla en un gran charco con olas sin espuma a los pies de la estatua, y comienza a implorar con los brazos extendidos, como si sostuviera un paraguas, en sentido contrario a como bajaba una catarata divina desde la cabeza del Santo. Mientras tanto, Luis, como no tenía donde guarecerse, no le quedaba más remedio que bañarse como Dios manda, aguardando que terminara el encuentro, espiritual y cromático, entre los amarillos y negros de por aquí abajo, con los colores divinos que sólo eran captados en el telescopio del alma de Pachicho.
Llegaron de vuelta a la carpa, tiritando, estornudando, mareados con las primeras fiebres, y empapando con sus ropas a los amigos que estaban bien calentitos, aunque sin ducharse. Pachicho y Luis se metieron inmediatamente en los sobres de dormir, enfermos pero con la satisfacción del deber cumplido, cada uno el suyo.
Al día siguiente, mientras seguía diluviando, todos escuchan el partido en el relato de Carlos Solé, que atravesando cordillera y temporal, aparecía milagrosamente por los pequeños altavoces japoneses. Pero esa voz, que tantas veces en ocasiones anteriores había traído la emoción de increíbles hazañas victoriosas, ahora anunciaba una dolorosa derrota: Independiente cuatro, Peñarol uno.
Nadie se animaba a hacer un comentario, pero de reojo todos miraban a Pachicho, más triste que sus antepasados con cadenas, y que, llorando, estaba tan mojado como el día anterior.
Hasta que Luis, aún sabiéndose inoportuno, pero sin poder aguantar la tentación, pregunta :
--- ¿ Para qué sirvió Pachicho lo de ayer si hoy nos metieron cuatro?
--- Suerte que fuimos flaco, sino nos hacían doce.


(Silva Schultze, escritor uruguayo en Catalunya)







UN TANGO LARGO PARA MONTEVIDEO QUE SE VA


por Hebert Abimorad

La ciudad con sus elementos desconocidos. Con sus momentos en que el hombre recién nacido no conoce su futuro. Lo espera. La incertidumbre de mecerse en una cuna construida de perspectivas. Todos le sonríen pero cuando el orín se pasee entre sus piernas no habrá nadie que cambie los pañales hasta el instante que las tenga irritadas, entonces un desconocido se acercará por piedad.

Asiste a una escuela donde utilizan la tiza para jugar a la guerra. En esas calles pisadas, pisadas, marcadas, marcadas de huellas invisibles, mira los zapatos desde abajo y los ve gastados, agujereados y tropieza con los chicles que lleva para dejarlos en las paradas de los ómnibus, allí espera otro zapato agujereado.

Avanza hacia las esquinas desconfiado de encontrar la jerarquía al final de la cuadra, y oye ruidos de pasos y es entonces que teme chocarse con el recién llegado, dobla y mira de soslayo, en guardia para pasar inadvertido.
Mientras los autos pasan acelerados, salpicando los pantalones, con un garaje como destino, el hombre llega pronto a su casa seca, afuera llueve torrencialmente.
Hace cola en la embajada, se lleva un refuerzo de mortadela y huele a ajo, pero qué importa,
pasará frío y sueño, qué importa, tendrá augurosas expectativas, subirá a un avión repleto, tendrá hijos, cantará que veinte años no es nada y su mirada no será febril, retornará en un avión vacío, a una ciudad vacía, pero qué importa.
Y en el fondo se describe un cuadro de colores, hojas verdes, amarillas, rojas que vuelan hacia un cielo celeste mezclándose con los gritos de la muchedumbre, allí va sin pan en la valija, sin trampas, con la sola esperanza de un futuro mejor.
De la otra vereda algunos se quedan, ellos creen en el conejo blanco que recorrerá la ciudad sin mancharse, y sonríen.
Y al final, golpearás la puerta cerrada, mientras el portero estará ocupado leyendo una revista de Tarzán.

(Abimorad - escritor uruguayo en Gotemburgo)
Escuche el mismo poema de Abimorad en el youtube:
LOS HERMANOS

por Luis Silva Schultze

Aunque Alfonso era muy amigo de Raúl desde hacía muchos años, nunca lo había visto trabajando como portero en el Hipódromo de Maroñas en Montevideo. En una tarde de domingo otoñal, y con el fin de conocer un ambiente distinto a los círculos universitarios en el que se movía habitualmente, Alfonso se acercó, por primera vez, a ver como corrían los caballitos. Para que Alfonso estuviera bien acompañado, Raúl le presentó a Carlos Rodríguez y a su hijo Federico, consumados especialistas hípicos y vecinos suyos en la calle Atenas de Piedras Blancas. Los Rodríguez eran dos gordos exactamente iguales con veinte años de diferencia. Vestían unos trajes oscuros, muy desplanchados, camisas blancas salidas un poco de las barrigas, corbatas chillonas con nudos enormes y desprolijos, y finalmente todo se remataba abajo con unos championes impecables y que eran lejos lo mejor del vestuario. Se pusieron a discutir en voz alta desde que se sentaron, a la vez que hacían bailar unos mondadientes, más por adorno que por higiene bucal. Sentado entre ellos, asombrado con la boca abierta, los ojos del flaco Alfonso con sus lentes enormes de miope, iban y venían de un Rodríguez a otro como si hubiera ido al tenis, y solo descansaban cuando aquellos consultaban el programa de carreras en el diario que cada uno llevaba. Éstos periódicos, enrollados con fuerza, servían también para señalar yeguas ganadoras y rubias despampanantes, para amenazar al otro con un martillazo impreso, o hacían de fusta como si fueran ellos los jockeys cuando se ponían de pie al final de las carreras. Éstas se iniciaban siempre en el lado opuesto a la tribuna de espectadores, y Alfonso en ese momento sólo veía una enorme nube de polvo que se levantaba, y no hubiera sabido decir si corrían ñus, cebras, gacelas o impalas. Sin embargo, sus acompañantes discutían por los milímetros existentes entre los hocicos.
---Senigalia salió primera con permiso de Potranca Hermosa.
---¡¿Qué tenés, las cataratas del Iguazú?!!!Es Supositoria que se va solita como los guapos de mi barrio!
No todos eran guapos en Piedras Blancas. Carlos Rodríguez tenía otro hijo, Sergio, dos años menor que Federico, muy delgado y llamativamente afeminado. Su padre no podía explicarse como la naturaleza le había obsequiado “con aquello”, justo a un macho como él, que en lugar de comprar miel la conseguía masticando abejas. Sergio nunca jugaba al futbol en los partiditos que se armaban frente a su casa, y prefería sentarse en los muritos con las chicas del barrio, que le confiaban sus primeros secretos menstruales, o bien sus preferencias entre los bravíos jugadores, que con los torsos desnudos corrían detrás de una pelota salpicada con sangre charrúa.
Un día, cansados y asustados por los rumores de los vecinos sobre la dudosa hombría de Sergio, y que peligrosamente estaban llegando al cercano hipódromo, Carlos y Federico, resuelven casar a Sergio con Roxana, una humilde muchacha del interior del país, que limpiaba desde pequeña en la casa y que siempre había soñado con formar un hogar en la gran capital. Lo de hogar iba a ser simbólico, porque a la flamante pareja les dieron para vivir un galpón destartalado y sin luz, atrás del hipódromo, que tiempo atrás había servido para bañar a los caballos. Raúl le contó a Alfonso, que seguía con interés el caso, que como él estaba pasando un mal momento económico, se le había ocurrido, como regalo, pedirle a un primo suyo, fotógrafo del diario El País, que incluyera gratis en la página de Sociales el nuevo enlace. De ésta forma, mientras los dos gordos orondos mostraban el recorte por todo Montevideo, ahuyentando los fantasmas que rondaban por sus testículos pensantes, Roxana le lavaba el pelo a Sergio, sentado en el pastito frente a su rancho paupérrimo, en el único contacto amoroso que disfrutaban. La idea del regalo fue un gran acierto, y acercó aún más a Raúl a la familia Rodríguez hasta hacerlo confidente, para luego contarle por carta los secretos a su amigo Alfonso, ahora radicado en Barcelona.
Meses más tarde, les llegó a los Rodríguez, para fin de año, una postal de Federico, desde las afueras de Milán, informando que trabajaba en una enorme finca cuidando caballos. Contaba que le iba muy bien, y agregaba al despedirse que iba a mandar un pasaje de avión para “ayudar a Sergio a salir adelante”.
Con el flamante Mercedes de su jefe, Federico fue a buscar a Sergio al aeropuerto, y al arribar a la finca, entró por la parte de atrás, zona que sólo él pisaba. Cuando llegaron al cobertizo, sin ninguna dificultad por la diferencia física entre ambos y por la sorpresa mayúscula, Federico derribó a Sergio al piso de tierra e inmediatamente le encadenó un tobillo a una cadena de cuatro metros que tenía preparada en un poste.
---Ahora me las pagarás todas, hermanito, todas. La vergüenza que tuve muchos años con tus mariconadas, te las voy a cobrar y bien cobradas, nenita. ¿Te acordás cuando le dijiste a mi amigo Antonio que con aquella camisa roja quedaba muy buen mozo y toda mi barra no paraba de reír? ¿Te acordás cuando todo el barrio me preguntaba si ya tenías novio? Aquí te voy hacer macho y nadie te va reconocer a la vuelta.
Pasados ocho meses se organizó una fiesta monumental festejando las bodas de plata de los dueños de casa. Federico no paró de ir a buscar invitados al aeropuerto y a la estación de tren que llegaban de toda Europa. Uno de ellos, el catalán Jordi, llegó solo, y por su manera de hablar y algunos gestos, el uruguayo pensó, “éste es igualito a mi hermano”.
De noche en el banquete, en pleno jolgorio, dos niños de diez años, se encaminaron hasta el fondo oscuro del interminable terreno ayudándose con una linterna que estaba colgada de la última puerta. Volvieron al rato llorando a los gritos y apenas articulando las palabras: “Hay un monstruo, hay un monstruo!! Tiene el pelo hasta la cintura y quiso caminar cuando nos vio pero no puede…es un monstruo encadenado!!”
Sergio estuvo internado en el hospital de Milán varios días para su recuperación física y sicológica. Jordi, que suspendió su vuelta a Barcelona muy impresionado por los acontecimientos, se sentaba en su cama para darle la mano a aquella calavera con suero, que, poco a poco, iba tomando los colores y los calores de la vida. Aquella calavera uruguaya-italiana, estaba pariendo un ser humano que nacía con veintidós años y ya con su primer amor a cuestas.
Desde Montevideo, un tiempo después, Raúl le mandó a Alfonso, la dirección que venía en el remitente de una carta de Sergio a su madre desde Barcelona. Otra vez, como en el tenis del hipódromo, los ojos de Alfonso iban y venían entre Sergio y Jordi, pero ahora, iban y venían compartiendo la alegría de la existencia.
(Luis Silva Schultze - Catalunya)